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No hay crímenes más violentos en Chile que aquellos contra sus mujeres.

En el país con menos homicidios en Latinoamérica, y uno de los más seguros, una mujer es encontrada agónica, las cuencas oculares vacías. El cuerpo de una joven embarazada de 7 meses aparece tras un año a 100 metros de su casa, momificada bajo una capa de cal y concreto. Una mujer es asesinada junto a su madre en su hogar. Otra se recupera en un hospital de un ataque a cuchilladas donde murió casi toda su familia. El padre, con una herida en el pecho, alcanzó a escapar y pedir ayuda.

No son crímenes asociados al narcotráfico, las pandillas o la represión política. Son mujeres atacadas en Chile por hombres con los que tuvieron una relación íntima: ex esposos, parejas. Son casos recientes de violencia extrema contra las mujeres en un país que este año suma 24 femicidios consumados y 53 frustrados sólo según cifras oficiales.

Pese a su recurrencia, pese a su tipificación legal específica, pese al largo trabajo de organizaciones públicas y de base por visibilizar la violencia contra las mujeres como un extendido problema público y social en el país, los femicidios y las agresiones contra las mujeres todavía se cuentan en buena parte de la prensa nacional como historias aisladas, excepcionales.

Ya sea como breves notas de crónica roja en los periódicos o como reportajes serializados en los programas televisivos de la mañana: el crimen contra la mujer se tiende a exponer en los medios como drama individual o familiar.

Esa porfiada narrativa de la violencia contra la mujer como tema íntimo (privado, incluso avergonzante), tradicionalmente se expresó en la prensa chilena bajo la forma del “crimen pasional”. El maltrato a la mujer se presentaba como resultado de un arrebato -término que además refiere a un atenuante legal en estos casos-. El autor podía “matar por amor” o “cegado por los celos” y por lo tanto, la mujer agredida o asesinada era, de alguna manera, parte de una díada con su atacante. Su vestimenta, sus características físicas y sus hábitos, motivos tácitos, irresistibles para el agresor.

En muchos medios nacionales, hoy esa narrativa ha tomado una nueva apariencia: la del folletín policial, el misterio detectivesco. Su plataforma privilegiada es la televisión y especialmente, los programas “matinales”, mezcla de información y entretención.

Cuando se trata de mujeres, en estos relatos por entrega -que siguen casos sin resolver o de alto impacto- el autor aparece como especie de mero ejecutor, frío instrumento a través del cual un destino inescrutable y azaroso ha alcanzado a una determinada víctima. La sagacidad del autor desafía a policías y fiscales o expone sus torpeza. Nuevamente, es a la mujer desaparecida o asesinada a quien se escudriña, no para humanizarla, contar quién es, sino para buscar en su vida las claves que resuelvan el puzzle de su muerte. Su perfil de Facebook, sus hábitos, su maquillaje o su ropa ya no se sugieren explícitamente como motivos del ataque: esta vez son pistas, pero su función dentro del relato de la agresión es sospechosamente similar y su efecto de cuestionar o emplazar a la víctima, es el mismo.

El medio televisivo agrega a la fórmula cuotas de espectacularidad: música dramática, recreaciones, y en una especie de brutal “todo vale”, las impresiones de detectives retirados, incluso “videntes”. En los últimos años, la única instancia de reclamos para la TV en Chile, el Consejo Nacional de Televisión, suma cifras récord de quejas por la cobertura de dos casos de violencia contra la mujer: uno al canal público por divulgar el perfil sicológico de una joven asesinada, otra a un canal privado por revelar el informe ginecológico de una mujer en medio del juicio contra su agresor.

Como si leyeramos “El cuento de la niñera” en la clave de “Los crímenes de la Rue Morgue”. O con la voz de Jack Palance en “Misterios sin resolver”.

“Sobre todo los matinales de televisión se quedan en la espectacularidad: hacen un nuevo caso a partir del seguimiento del caso. Lanzan teorías, especulan, espectacularizan sin ayudar en nada a la investigación. Y no reflexionan, no la condenan como violencia de género. Lo convierten en un show, en una serie de Netflix”, dice la ex Ministra de la Mujer chilena Claudia Pascual.

La persistencia de estas narrativas, en sus distintas formas, contrasta con la larga historia del movimiento feminista en Chile -cuyas primeras líderes levantaron la voz hace ya un siglo- y con el tenaz trabajo que cientos de mujeres iniciaron bajo el régimen militar de Pinochet para que la violencia contra las mujeres se reconociera como un tema de política pública.

Sí es consistente con la persistente desigualdad de género que se hace evidente en la presencia minoritaria de las mujeres en todos los espacios de poder en el país, desde el palacio de gobierno a los directorios de las empresas; desde las organizaciones religiosas a los clubes de fútbol.

Las autoras Kathya Araujo, Virginia Guzmán y Amalia Mauro describen el surgimiento de violencia doméstica como problema público y objeto de políticas en Chile como un proceso que comienza a fines de los 70.

Tras el golpe militar y la represión que desarticuló a partidos políticos, sindicatos y otras formas de organización, las mujeres comenzaron a reunirse en grupos de defensa de los derechos humanos, o alrededor de “ollas comunes” donde empezaron a relatar las distintas formas de violencia que sufrían, incluida la doméstica.

Otras formas de represión, como el exilio, funcionaron como puentes hacia los movimientos feministas internacionales a mediados de los 80, que también se conectaron con Chile a través del apoyo y la solidaridad internacional. La combinación de estos factores permitió empezar a mirar la violencia contra las mujeres no como una suma de problemas domésticos, sino enmarcadas en un patrón de discriminación y desigualdad de género.

Para 1988, cuando un plebiscito contra Pinochet consagró la salida política al régimen militar chileno, las feministas buscan, ya sea desde las ONG o los partidos antidictatoriales, un espacio para instalar esta problemática en la agenda pública. Aunque debilitada por el consenso que se autoimpone la transición democrática, se logra impulsar una agenda de género. Surge una institucionalidad (el futuro Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género) y se impulsan leyes contra la violencia doméstica. En un tramo de 25 años, la violencia contra la mujer, un tema ausente en el debate público se volvió asunto público y social.

En 1994 Chile aprobó una ley de violencia intrafamiliar, el 2005 incluyó el “maltrato habitual” como delito y el 2010 promulgó una ley de femicidio para crímenes cometidos por actual o ex-cónyuge o conviviente. La introducción del término “femicidio”, y el conteo público de estos crímenes fortaleció el debate y la atención sobre la violencia contra la mujer. Le dio a los medios un término preciso para los  homicidios de mujeres de parte de sus parejas. Permitió identificar mejor el fenómeno en su reiteración y similitudes: los hombres que matan o agreden tuvieron una relación íntima con ellas, en muchos casos la violencia se extendió por años y en varios las respuestas de la policía y la justicia fueron evasivas o insuficientes.

Fruto del trabajo de muchas mujeres, Chile ratificó en 1989 la Convención Sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer y en 1996 la Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer. Además, fue pionero en confiar el más alto cargo de la nación no una sino dos veces, a una mujer que no era hija ni viuda de ex mandatarios, Michelle Bachelet (actual Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas).

El 2018, en una poderosa reinterpretación de movimientos internacionales y regionales del #metoo y el #niunamenos y retomando una larga historia de feminismo local, un masivo movimiento paralizó las aulas universitarias y convocó a miles de mujeres a las calles.

El impacto de esta “tercera ola” de feminismo chileno se expresó en fenómenos editoriales (exitosos libros que reivindican el aporte de las mujeres a la sociedad), tensionó los códigos publicitarios (de mujeres modelo a empoderadas) y cuestionó el lenguaje habitual de los medios en estas materias. Uno de sus principales efectos en la prensa, ha sido ampliar los espacios para voces que reivindican la igualdad de género y emplazan el machismo. Grupos de base que llevan años de trabajo comunitario empezaron a ser escuchados en los medios, donde se empezó a dar más aire a conversaciones que emplazan el sexismo, el acoso callejero, o los estereotipos de género. En muchos casos, la prensa empezó a reaccionar ante la presión de las redes sociales, donde los activistas y parte de la audiencia emplazan a los periodistas a dar una cobertura no sexista a estos casos.

Fue todo este largo trabajo político, institucional y social el que hizo cada vez más difícil para los medios seguir romantizando los femicidios como crímenes pasionales. Pero, vieja y obstinada, la narrativa mediática sobre la violencia contra la mujer decidió continuar esta vez, disfrazada de detective, preservando su viejo mensaje: que estos delitos constituyen una anormalidad y que afectan la vida de una y solo una mujer, cuya desgracia el público puede observar con horror o conmiseración, pero sobre todo, como curiosidad.

En el intertanto, se escapa una reflexión más profunda sobre la desigualdad, la relación de subordinación que se expresa en estos crímenes. Chilenas siguen siendo asesinadas o cuasi asesinadas por hombres con quienes tuvieron un lazo íntimo. Y los medios de comunicación, pese a los avances legislativos, al trabajo vigilante de activistas, sociedad civil, lectores, telespectadores y ONG, fallan repetidamente en el intento por presentar estas historias como expresión más extrema de una desigualdad que cruza todas las esferas de la vida en el país.

Los problemas que una sociedad asume como propios, públicos no son objetivos: los construyen distintos actores. El periodismo no puede desempeñar el papel del galán roñoso ni del detective desconcertado. el desafío de la prensa, en esta materia, es pensar y abordar la violencia contra la mujer como un problema que afecta, no sólo a quienes resultan agredidas o asesinadas, a sus familiares y cercanos, sino a toda la comunidad.

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