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-¿Te sorprende que el gobierno mexicano los espía?
A la pregunta del corresponsal extranjero sobre el último escándalo del gobierno mexicano mi respuesta no fue exagerada:
-No. Eso siempre lo hemos sabido.
Desde hace al menos una década cuando los periodistas tenemos reuniones que calificamos “sensibles” hacemos lo que tantas veces vimos hacer a defensores de derechos humanos: colocamos una caja de cartón afuera de la sala de juntas y pedimos a los asistentes que depositen ahí sus celulares. Otras veces a falta de caja y patio las pusimos en el refrigerador.
Nadie se sorprende. En los cursos de seguridad digital que tomamos nos han enseñado que la pila de nuestro teléfono celular puede ser un micrófono o que la cámara de nuestra computadora portátil puede ser una mirilla.
La red Periodistas de a Pie -que fundé con varias colegas hace diez años- se sumó a la ola de organizaciones que comenzaron a impartir cursos de seguridad digital cuando comenzó la emergencia por los asesinatos a periodistas durante el sexenio de Felipe Calderón. Pronto se convirtió en una asignatura obligatoria para todo periodista que se preciara de ser un verdadero investigador.
Los talleres irremediablemente tenían momentos de ataque de risas nerviosas, sino es que de pánico, cuando descubríamos nuestros flancos débiles.
Con la así llamada “guerra contra las drogas” calderonista, mientras las noticias sobre México dejaban de enfocarse en los destinos turísticos y pasaban a estar bañadas se sangre, el país engrosó a los top 10 del mundo entre los países más mortíferos para ejercer el periodismo y los reporteros nos convertimos en corresponsales de guerra en nuestra propia tierra.
Los entrenamientos para periodistas comenzaron a ser equiparables a los que reciben empleados de compañía petroleras asentadas en zonas de guerra: cómo hacer protocolos de seguridad para entrar a zonas de silencio, cómo mandar información a tu redacción sin dejar huellas, cómo comunicarte con quien te monitorea, cómo proteger la información cuando vas en el trayecto de salida, qué mecanismos se tienen que activar si no llegas a reportarte.
Los posibles agresores no eran únicamente miembros del crimen organizado también funcionarios públicos. Las cifras indican que la mitad de las agresiones contra la prensa provienen de servidores públicos.
En nuestras charlas entre colegas es normal que hablemos de programas de encriptamiento, plataformas seguras para llevar a cabo reuniones virtuales o aplicaciones para teléfono celular que son menos hackaebles para las conversaciones grupales.
La precaución, que a veces se convierte en paranoia, siempre ha estado presente. Desde hace 18 años que me estrené como el periodista, entre broma y veraz, los colegas siempre nos preguntamos ‘¿qué dirá mi ficha del Cisen?’, refiriéndonos a los servicios de inteligencia mexicanos.
Por estar cerca de organizaciones dedicadas a la libertad de expresión he recibido mensajes de colegas que me envían fotografías de los hombres, con aspecto militar, que hacen guardia afuera de sus casas. En un curso sobre cobertura de narcotráfico al que acudí detectamos que uno de los asistentes era un infiltrado que se había hecho pasar por reportero. No pocas veces descubrimos que cuando cubrimos conferencias alguien nos está tomando fotografías. Algunos colegas han jubilado sus smartphones para usar viejos artefactos sin internet que les permitan dormir tranquilos.
Hablando de paranoia: cuando una llamada telefónica se corta excesivamente, o cuando una misma puede escuchar el eco de su conversación o ruidos de interferencia, lanzamos una broma que, por vieja, nos sigue causando risa: “Saludos al señor de Gobernación que nos está escuchando”, de la misma manera que los locutores de radio mandan mensajes a sus radioescuchas.
El historial del trauma colectivo es largo.
Pero Pegasus es otra cosa. La evidencia de que licencias para usar ese malware desarrollado para espiar “terroristas” y “criminales” fue comprado por el gobierno mexicano y utilizado usado para espiar a defensores de derechos humanos y a periodistas, según ha confirmado la organización canadiense Citizen Lab, confirma nuestras pesadillas, y las potencia.
El mecanismo es sencillo: Recibes a tu celular un mensaje de texto personalizado que te pide picar una liga para seguir leyendo. Al hacerlo tu aparato queda infectado y se convierte en un enemigo que transmite toda tu información: puede leer todos tus mensajes, conoce tus contactos y sus teléfonos, sabe de tus citas, escucha tus conversaciones y hasta te mira.
Jubila del imaginario colectivo a esos agentes que se quedaban escuchando aburridas llamadas telefónicas o hacían guardia afuera de tu casa. Tu propio móvil se convierte en tu Big Brother personalizado.
El escándalo de Pegasus es la última constatación de que el Estado que México sigue siendo una dictadura perfecta, y de que el gobierno se sofistica y llega a pagar hasta 77 mil dólares por cada persona espiada, y comete ilegalidades criminales con tal de seguir controlando a quienes considera sus opositores.
El 19 de junio en la conferencia donde las organizaciones Articulo19, SocialTic, Citizen Lab y la Red en Defensa de los Derechos Digitales denunciaron el perverso espionaje, vimos a 10 abogados, activistas y periodistas que tenían las pruebas de haber sido espiados, entre ellos a la famosa periodista Carmen Aristegui, a quien al no hacerla caer en el juego quisieron espiarla a través del teléfono de su hijo adolescente.
#GobiernoEspía, fue el trending topic ese día. Al siguiente un grupo de activistas se entregó voluntariamente a la PGR como sospechosos de conspirar contra el Estado, a manera de burla.
Daniel Lizárraga, uno de los periodistas afectados, quien coordinó el equipo que descubrió La Casa Blanca de la familia presidencial, escribió en su muro indignado: “En el espionaje a reporteros y activistas en México hay una estrategia de Estado. No se trata solo de intimidarnos, de hacernos sentir miedo. Hay algo más profundo: secarte como una planta. Cuando tienen tus contactos, puede ser relativamente sencillo para ellos dar con tus fuentes, con la gente que te ha dado información, con tus gargantas profundas. Entonces, la segunda tarea es intimidarlos, amenazarlos; cerrarles la boca. El periodista quedará aislado, buscando nuevas maneras de obtener información. Las viejas fuentes han sido aisladas. Y tú las tienes que borrar de tu mente para no ponerlas en riesgo. Una estrategia perversa”
Las fechas del espionaje coinciden con investigaciones sensibles como las ejecuciones extrajudiciales en Michoacán, la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Guerrero donde participaron funcionarios públicos,
Los periodistas presentes en la conferencia no fueron los únicos espiados. La reportera Alejandra Xanic, premio pulitzer con el NyTimes por los sobornos de Wal-Mart en México, recibió uno de esos mensajes sospechosos mientras participaba con Propublica en la investigación de la masacre de Allende, Coahuila. Cuando un experto independiente revisó su celular ella tuvo que tirarlo. No servía. Estaba infectado.
Otros colegas corrieron con la misma suerte. Pero sus móviles no fueron entregados a CitizenLab para su estudio.
El espionaje no es novedoso. Ese ha sido el repetitivo mensaje del periodista Jacinto R. Munguía, autor del libro “La otra guerra secreta: Los archivos prohibidos de la prensa y el poder” donde precisamente desclasifica los archivos de la Secretaría de Gobernación para contarnos los seguimientos que hacía contra actores de la vida nacional, entre ellos periodistas.
Uno de ellos, con todo y fotografías, era don Julio Scherer, el fundador de la revista Proceso, quien era vigilado por el régimen priista desde 1959 aunque con mayor intensidad durante los años 70 cuando fue director del periódico Excélsior.
A través de documentos desclasificados se supo que un informante reportó de una comida que el periodista sostuvo en 23 de enero de 1973, en el restaurante Normandie, donde comentó que “Miguel Ángel Asturias le dijo había comentado que no existía la vida privada puesto que hasta en la regadera le podían instalar una grabadora, al igual que en su propio automóvil”. El como muchos otros tuvieron marcaje permanente.
El tema, aunque es tan viejo como los servicios de inteligencia mexicano, no deja de sorprender si se sigue la trama: en nuestro Watergate a la mexicana resulta que no se sabe quién espió a quién.
Ese malware no sólo lo compraron agencias federales como el Cisen, la PGR, el Ejército o la Policía Federal. Pronto se descubrió que también los gobiernos estatales –como el de Puebla y Guerrero— compraron ese programa que utilizaron no precisamente contra narcotraficantes o criminales.
En su desafortunada respuesta tardía que se leyó como amenaza (“espero pueda aplicarse la justicia contra aquellos que han levantado estos falsos señalamientos contra el gobierno”, dijo) , hasta el presidente Enrique Peña Nieto dijo que seguramente él también era espiado.
“Somos una sociedad que las más de las veces nos sentimos espiados –dijo. A veces recibo mensajes cuya fuente u origen desconozco, pero procuro, en todo caso, ser cuidadoso en lo que hablo telefónicamente. No faltará alguien que alguna vez exhiba alguna conversación mía. Ya ha ocurrido, ya ha pasado, pero nada más falso ni nada más fácil que señalar al gobierno”.
El asunto ha alcanzado proporciones mayúsculas desde que Citizen Lab dio a conocer que los smartphones del presidente nacional del PAN, Ricardo Anaya, el senador Roberto Gil Zuarth, y el vocero del partido, Fernando Rodríguez Doval también habrían sido blanco de infección.
Después la diputada priista con licencia, Ivonne Ortega, presentó una denuncia ante la PGR por El mensaje de texto infectado que la hizo caer en la trampa indicaba: “Reportero afirma que Ivonne Ortega hace favores corruptos tramitando visas y becas de Conacyt”. Enseguida una liga dirigía a una nota donde estaba la trampa.
Esta semana Citizen Lab dio a conocer que el espionaje habría alcanzado incluso al Grupo Internacional de Expertos Independientes, contratados por la OEA, para investigar el caso de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa que fueron desaparecidos en septiembre de 2014.
Aunque tenían inmunidad diplomática uno de sus integrantes habría recibido este mensaje malicioso: ·”En la madrugada falleció mi madre, estamos devastados, te envío los datos del velatorio, espero puedas venir”. A ese le siguió otro: “Hoy enterraremos las cenizas de mi padre, espero nos acompañen (sic) en su último adiós”.
Las autoridades mexicanas han estado interpretando desde entonces la canción de Pedro Infante del ‘yo te lo juro que yo no fui’: entre todos se señalan y, como todo lo que ocurre en este país, el delito corre el riesgo de nunca ser castigado.
Los relatores de la libertad de expresión de la ONU y de la CIDH, y Edison Lanza, realizarán una visita oficial a México en noviembre ya han recibido información sobre este ilícito.
Como un culpable no puede investigarse a sí mismo, así en este caso las y los espiados exigen al gobierno mexicano que permita la intervención internacional para que este espionaje sea investigado por expertos internacionales independientes hasta dar con los culpables.
-¿Te sorprende que el gobierno mexicano los espía?
A la pregunta del corresponsal extranjero sobre el último escándalo del gobierno mexicano mi respuesta no fue exagerada:
-No. Eso siempre lo hemos sabido.
Desde hace al menos una década cuando los periodistas tenemos reuniones que calificamos “sensibles” hacemos lo que tantas veces vimos hacer a defensores de derechos humanos: colocamos una caja de cartón afuera de la sala de juntas y pedimos a los asistentes que depositen ahí sus celulares. Otras veces a falta de caja y patio las pusimos en el refrigerador.
Nadie se sorprende. En los cursos de seguridad digital que tomamos nos han enseñado que la pila de nuestro teléfono celular puede ser un micrófono o que la cámara de nuestra computadora portátil puede ser una mirilla.
La red Periodistas de a Pie -que fundé con varias colegas hace diez años- se sumó a la ola de organizaciones que comenzaron a impartir cursos de seguridad digital cuando comenzó la emergencia por los asesinatos a periodistas durante el sexenio de Felipe Calderón. Pronto se convirtió en una asignatura obligatoria para todo periodista que se preciara de ser un verdadero investigador.
Los talleres irremediablemente tenían momentos de ataque de risas nerviosas, sino es que de pánico, cuando descubríamos nuestros flancos débiles.
Con la así llamada “guerra contra las drogas” calderonista, mientras las noticias sobre México dejaban de enfocarse en los destinos turísticos y pasaban a estar bañadas se sangre, el país engrosó a los top 10 del mundo entre los países más mortíferos para ejercer el periodismo y los reporteros nos convertimos en corresponsales de guerra en nuestra propia tierra.
Los entrenamientos para periodistas comenzaron a ser equiparables a los que reciben empleados de compañía petroleras asentadas en zonas de guerra: cómo hacer protocolos de seguridad para entrar a zonas de silencio, cómo mandar información a tu redacción sin dejar huellas, cómo comunicarte con quien te monitorea, cómo proteger la información cuando vas en el trayecto de salida, qué mecanismos se tienen que activar si no llegas a reportarte.
Los posibles agresores no eran únicamente miembros del crimen organizado también funcionarios públicos. Las cifras indican que la mitad de las agresiones contra la prensa provienen de servidores públicos.
En nuestras charlas entre colegas es normal que hablemos de programas de encriptamiento, plataformas seguras para llevar a cabo reuniones virtuales o aplicaciones para teléfono celular que son menos hackaebles para las conversaciones grupales.
La precaución, que a veces se convierte en paranoia, siempre ha estado presente. Desde hace 18 años que me estrené como el periodista, entre broma y veraz, los colegas siempre nos preguntamos ‘¿qué dirá mi ficha del Cisen?’, refiriéndonos a los servicios de inteligencia mexicanos.
Por estar cerca de organizaciones dedicadas a la libertad de expresión he recibido mensajes de colegas que me envían fotografías de los hombres, con aspecto militar, que hacen guardia afuera de sus casas. En un curso sobre cobertura de narcotráfico al que acudí detectamos que uno de los asistentes era un infiltrado que se había hecho pasar por reportero. No pocas veces descubrimos que cuando cubrimos conferencias alguien nos está tomando fotografías. Algunos colegas han jubilado sus smartphones para usar viejos artefactos sin internet que les permitan dormir tranquilos.
Hablando de paranoia: cuando una llamada telefónica se corta excesivamente, o cuando una misma puede escuchar el eco de su conversación o ruidos de interferencia, lanzamos una broma que, por vieja, nos sigue causando risa: “Saludos al señor de Gobernación que nos está escuchando”, de la misma manera que los locutores de radio mandan mensajes a sus radioescuchas.
El historial del trauma colectivo es largo.
Pero Pegasus es otra cosa. La evidencia de que licencias para usar ese malware desarrollado para espiar “terroristas” y “criminales” fue comprado por el gobierno mexicano y utilizado usado para espiar a defensores de derechos humanos y a periodistas, según ha confirmado la organización canadiense Citizen Lab, confirma nuestras pesadillas, y las potencia.
El mecanismo es sencillo: Recibes a tu celular un mensaje de texto personalizado que te pide picar una liga para seguir leyendo. Al hacerlo tu aparato queda infectado y se convierte en un enemigo que transmite toda tu información: puede leer todos tus mensajes, conoce tus contactos y sus teléfonos, sabe de tus citas, escucha tus conversaciones y hasta te mira.
Jubila del imaginario colectivo a esos agentes que se quedaban escuchando aburridas llamadas telefónicas o hacían guardia afuera de tu casa. Tu propio móvil se convierte en tu Big Brother personalizado.
El escándalo de Pegasus es la última constatación de que el Estado que México sigue siendo una dictadura perfecta, y de que el gobierno se sofistica y llega a pagar hasta 77 mil dólares por cada persona espiada, y comete ilegalidades criminales con tal de seguir controlando a quienes considera sus opositores.
El 19 de junio en la conferencia donde las organizaciones Articulo19, SocialTic, Citizen Lab y la Red en Defensa de los Derechos Digitales denunciaron el perverso espionaje, vimos a 10 abogados, activistas y periodistas que tenían las pruebas de haber sido espiados, entre ellos a la famosa periodista Carmen Aristegui, a quien al no hacerla caer en el juego quisieron espiarla a través del teléfono de su hijo adolescente.
#GobiernoEspía, fue el trending topic ese día. Al siguiente un grupo de activistas se entregó voluntariamente a la PGR como sospechosos de conspirar contra el Estado, a manera de burla.
Daniel Lizárraga, uno de los periodistas afectados, quien coordinó el equipo que descubrió La Casa Blanca de la familia presidencial, escribió en su muro indignado: “En el espionaje a reporteros y activistas en México hay una estrategia de Estado. No se trata solo de intimidarnos, de hacernos sentir miedo. Hay algo más profundo: secarte como una planta. Cuando tienen tus contactos, puede ser relativamente sencillo para ellos dar con tus fuentes, con la gente que te ha dado información, con tus gargantas profundas. Entonces, la segunda tarea es intimidarlos, amenazarlos; cerrarles la boca. El periodista quedará aislado, buscando nuevas maneras de obtener información. Las viejas fuentes han sido aisladas. Y tú las tienes que borrar de tu mente para no ponerlas en riesgo. Una estrategia perversa”
Las fechas del espionaje coinciden con investigaciones sensibles como las ejecuciones extrajudiciales en Michoacán, la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Guerrero donde participaron funcionarios públicos,
Los periodistas presentes en la conferencia no fueron los únicos espiados. La reportera Alejandra Xanic, premio pulitzer con el NyTimes por los sobornos de Wal-Mart en México, recibió uno de esos mensajes sospechosos mientras participaba con Propublica en la investigación de la masacre de Allende, Coahuila. Cuando un experto independiente revisó su celular ella tuvo que tirarlo. No servía. Estaba infectado.
Otros colegas corrieron con la misma suerte. Pero sus móviles no fueron entregados a CitizenLab para su estudio.
El espionaje no es novedoso. Ese ha sido el repetitivo mensaje del periodista Jacinto R. Munguía, autor del libro “La otra guerra secreta: Los archivos prohibidos de la prensa y el poder” donde precisamente desclasifica los archivos de la Secretaría de Gobernación para contarnos los seguimientos que hacía contra actores de la vida nacional, entre ellos periodistas.
Uno de ellos, con todo y fotografías, era don Julio Scherer, el fundador de la revista Proceso, quien era vigilado por el régimen priista desde 1959 aunque con mayor intensidad durante los años 70 cuando fue director del periódico Excélsior.
A través de documentos desclasificados se supo que un informante reportó de una comida que el periodista sostuvo en 23 de enero de 1973, en el restaurante Normandie, donde comentó que “Miguel Ángel Asturias le dijo había comentado que no existía la vida privada puesto que hasta en la regadera le podían instalar una grabadora, al igual que en su propio automóvil”. El como muchos otros tuvieron marcaje permanente.
El tema, aunque es tan viejo como los servicios de inteligencia mexicano, no deja de sorprender si se sigue la trama: en nuestro Watergate a la mexicana resulta que no se sabe quién espió a quién.
Ese malware no sólo lo compraron agencias federales como el Cisen, la PGR, el Ejército o la Policía Federal. Pronto se descubrió que también los gobiernos estatales –como el de Puebla y Guerrero— compraron ese programa que utilizaron no precisamente contra narcotraficantes o criminales.
En su desafortunada respuesta tardía que se leyó como amenaza (“espero pueda aplicarse la justicia contra aquellos que han levantado estos falsos señalamientos contra el gobierno”, dijo) , hasta el presidente Enrique Peña Nieto dijo que seguramente él también era espiado.
“Somos una sociedad que las más de las veces nos sentimos espiados –dijo. A veces recibo mensajes cuya fuente u origen desconozco, pero procuro, en todo caso, ser cuidadoso en lo que hablo telefónicamente. No faltará alguien que alguna vez exhiba alguna conversación mía. Ya ha ocurrido, ya ha pasado, pero nada más falso ni nada más fácil que señalar al gobierno”.
El asunto ha alcanzado proporciones mayúsculas desde que Citizen Lab dio a conocer que los smartphones del presidente nacional del PAN, Ricardo Anaya, el senador Roberto Gil Zuarth, y el vocero del partido, Fernando Rodríguez Doval también habrían sido blanco de infección.
Después la diputada priista con licencia, Ivonne Ortega, presentó una denuncia ante la PGR por El mensaje de texto infectado que la hizo caer en la trampa indicaba: “Reportero afirma que Ivonne Ortega hace favores corruptos tramitando visas y becas de Conacyt”. Enseguida una liga dirigía a una nota donde estaba la trampa.
Esta semana Citizen Lab dio a conocer que el espionaje habría alcanzado incluso al Grupo Internacional de Expertos Independientes, contratados por la OEA, para investigar el caso de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa que fueron desaparecidos en septiembre de 2014.
Aunque tenían inmunidad diplomática uno de sus integrantes habría recibido este mensaje malicioso: ·”En la madrugada falleció mi madre, estamos devastados, te envío los datos del velatorio, espero puedas venir”. A ese le siguió otro: “Hoy enterraremos las cenizas de mi padre, espero nos acompañen (sic) en su último adiós”.
Las autoridades mexicanas han estado interpretando desde entonces la canción de Pedro Infante del ‘yo te lo juro que yo no fui’: entre todos se señalan y, como todo lo que ocurre en este país, el delito corre el riesgo de nunca ser castigado.
Los relatores de la libertad de expresión de la ONU y de la CIDH, y Edison Lanza, realizarán una visita oficial a México en noviembre ya han recibido información sobre este ilícito.
Como un culpable no puede investigarse a sí mismo, así en este caso las y los espiados exigen al gobierno mexicano que permita la intervención internacional para que este espionaje sea investigado por expertos internacionales independientes hasta dar con los culpables.