Una mujer sostiene un cartel y una foto del periodista asesinado Miroslava incumplimiento durante una manifestación en la ciudad de México en marzo

Una mujer sostiene un cartel y una foto del periodista asesinado Miroslava incumplimiento durante una manifestación en la ciudad de México en marzo

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Cuando la mañana del 23 de marzo comencé a recibir mensajes informándome del asesinato de Miroslava Breach en Chihuahua, la ciudad donde me crié, donde vive mi familia, empecé a temblar con una tembladera tiesa, sentí un pájaro muerto en la garganta, un llanto seco como hipo, una capa de hielo bajo la piel. ¿Miroslava muerta? ¿Cómo se atrevieron a matarla si era la periodista más importante?, me preguntaba atrapada en la telaraña del sinsentido aunque la noticia no me era increíble pues en este país la muerte se nos hizo costumbre y los periodistas también nos hemos entrenado a enterrar a nuestros colegas.

Mi segunda reacción (que después supe que fue la misma de muchos de mis amigos) fue pensar en Patricia Mayorga, Paty, mi amiga, la valiente periodista que se atrevía a denunciar en la revista Proceso los mismos temas de narcopolítica y del avance de los cárteles de la droga que Miroslava denunciaba en el diario La Jornada.

Por varias horas Paty no contestó mensajes. Esa mañana en la que se reproducía en las noticias la fotografía de la camioneta de Miroslava en la cochera de su casa (porque fue asesinada cuando sacaba el auto para llevar a su hijo a la escuela; en el sitio fue colocado un letrero en donde el supuesto asesino (un narco llamado ‘El 80’) explicaba que la mató por lengua larga), Paty no contestaba porque estaba reporteando en piloto automático, como ida, absorbida por el dolor que después –según me dijo- se convirtió en rabia.

Me enchufé a las redes sociales como poseída y comencé a escribir en mi Facebook, luego en tuiter, por qué ese asesinato no era uno más, por qué debía de importarnos, por qué Miroslava era importante y los temas que cubría: los abusos del ejército y de policías contra los pueblos indígenas rarámuris y ódames que habitan el estado, la corrupción de la clase política, los despojos de territorio que han sufrido las comunidades indígenas y, en los últimos meses, el poder mortal de los cárteles de la droga que obligan a la gente a abandonar sus tierras o a trabajar como esclavos y se van coludiendo con los políticos locales.

No sé por qué cuando me entero de la muerte de colegas que yo conocía o de desconocidos cuyos casos me han tocado hondo me agarro siempre de las redes sociales. Es como si algo dentro mío necesitara hacer ruido durante las primeras horas del crimen para decir que esa víctima era conocida y así sacarla del anonimato en el que queda la mayoría de los asesinados. Como si gritando las referencias sobre el colega asesinado pudiéramos acercar la justicia, pudiéramos evitar el destino de impunidad marcado para todos los periodistas de este país.

Miroslava Breach –Miros, como le decían sus amigos- es una de las siete periodistas asesinadas en 2017 en México. Era la corresponsal en Chihuahua para el diario nacional La Jornada desde 1997. Era la periodista que seguía para enterarme de qué pasaba en mi tierra cuando me mudé a vivir a la ciudad de México. Era una de las pocas que –a pesar de las amenazas de muerte que recibía- publicaba lo que los otros no publicaban.

A Miroslava la conocí poco. Paty, en cambio, es esa amiga que siempre que vuelvo a casa me invita a pasear y me va dando el pulso de lo que ocurre en el estado porque ella recibe llamadas de auxilio de todos los rincones de la Sierra Tarahumara donde la gente la informa de los enfrentamientos, las masacres, el desplazamiento de poblados o las desapariciones que el gobierno niega y que el resto de la prensa no reporta. Es a Paty a quien leo fervientemente desde que trabaja para la la revista Proceso, donde ambas colaboramos, y un par de veces la he llamado para decirle acobardada que sus reportajes sobre la violencia me asustan y para preguntarle si ella no tiene miedo. Pero ella, al igual que Miroslava, nunca dejaron de publicar.

Las estadísticas que los periodistas sabemos de memoria refieren que México es el país sin guerra donde mueren más periodistas: 120 periodistas han sido asesinados y 23 más están desaparecidos desde el año 2000, y que el 99% de los crímenes se mantienen impunes.

En México muchos periodistas comprometidos no sólo son asesinados, desaparecidos o amenazados, desconocemos cuántos son espiados, cuántos han sido torturados o tuvieron que ser desplazados o exiliados.

Cada vez que un periodista es asesinado pasan cosas que se quedan en las sombras: las organizaciones de libertad de prensa tienen que sacar (temporalmente o para siempre) a un puñado de colegas que se saben amenazados; el terror se apodera del gremio (entonces algunos desertan de la profesión, otros dejan de salir de casa, otros se censuran y unos más enfrentan el miedo poniéndose en riesgo), la desazón se apodera también de algunos ciudadanos y el silencio gana otra vez terreno.

En el caso de Chihuahua Paty Mayorga fue una de las que tuvo que salir del país. Tres meses después de su exilio aún no hay condiciones para su regreso: los gobiernos de Chihuahua y el federal no garantizan su seguridad.

Antes de abandonar México, Paty pasó por la ciudad de México, a donde acudieron a verla un grupo de defensores e indígenas a quienes ella les daba voz, para agradecerle, para despedirla. Días después otras colegas y amigas despedimos a ella y a su hija adolescente en otra ceremonia privada en la que evitamos decir la palabra despedida porque sabemos que volverán.

Esa noche lloramos, no es fácil despedir a una amiga, pero la tristeza iba acompañada de esa certeza de que ella estará a salvo, segura y cerca de pesar de la distancia.

Pero en esa velada, a pesar de la tristeza, me sentí afortunada: a Paty pudimos abrazarla, desearle suerte en su siguiente parada que estamos seguros de que será para aprender y tomar fuerzas. Despedirla fue un lujo que nunca habíamos tenido desde que empezó el cerco contra la prensa en México. La norma es enteramos tarde de los colegas que tuvieron que huir del país con la ropa que llevaban puesta y la llave que ya no abre ninguna puerta.

De pronto sólo notamos que aquel o ésta cerraron su Facebook; tiempo después, cada tanto, nos llegan fragmentos de noticias sobre sus andanzas por tierras extrañas donde tuvieron que empezar de nuevo para conseguir trabajo y lidiar con la maldita incertidumbre de no tener una fecha de regreso, donde generalmente no pueden hacer periodismo y eligen cualquier empleo que les de para comer; donde todo el tiempo están comiéndose las ansias de volver.

Esos amigos que así nada más desaparecen para salvar sus vidas muchas veces se convierten en fantasmas. Son como satélites que dan vueltas dentro de nuestras mentes. Aunque están ausentes siempre están presentes porque nunca pudimos decirles adiós o desearles buen viaje. Ellos y ellas son otros de los costos que las estadísticas no reflejan.

La noche en que deseamos buen camino a Paty también descubrimos que la casa estaba llena de reporteras de Chihuahua que no encontraron espacio para seguir reporteando en ese estado y que habían tenido que mudarse a la ciudad de México por falta de espacios independientes dónde publicar o por cuestiones económicas. Varias de ellas eran de la Red Periodismo Libre de Chihuahua que Paty había fundado años atrás para ayudar a que periodistas independientes no se asfixiaran del control mafioso desde el gobierno (hoy el ex gobernador César Duarte, el que negaba la violencia en la sierra, está prófugo de la justicia).

El asesinato de Miroslava sigue sin ser resuelto. Nos oponemos a que culpen sólo a narcotraficantes de su asesinato pues el crimen tiene todos los tintes de narcopolítica.

El pasado 23 de junio, frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua, en el monumento ciudadano llamado la Cruz de Clavos ciudadanos y periodistas de Chihuahua recordamos a Miroslava Breach a tres meses de su asesinato. Ese día extrañé la presencia de Paty.
En honor de Miroslava, el representante en México de la oficina de la ONU para los Derechos Humanos, Jan Jarab, y el relator especial para la Libertad de Expresión de la CIDH, Edison Lanza, colocaron una corona de flores. Después se acercaron a la inconsolable hermana para abrazarla y darle las condolencias.

“Es una de esas héroes del periodismo. Su asesinato además de privarla de una extraordinaria vida en servicio de los demás también ha privado a los de lectores de su derecho a estar informados”, dijo Lanza, quien reconoció que ella en sus reportajes daba ‘voz’ a los grupos mas vulnerables y su trabajo valiente de denuncia de los grupos del crimen organizado. Después, Jarab recordó que en su última visita a Chihuahua, justo en la Cruz de Clavos, donde se conmemora a las mujeres asesinadas,  Miroslava se acercó para entrevistarlo. Mencionó que era una periodista extremadamente valiente, defensora de los pueblos indígenas y un gran ejemplo de periodismo de investigación.

Un día después, la organización estadounidense Investigative Reporters and Editors (IRE) dedicó la medalla Don Bolles a la periodista Miroslava Breach, a quien consideró “símbolo de las amenazas que enfrentan los periodistas mexicanos para hacer investigaciones”.
Miroslava es la primera periodista que recibe esa medalla que recién se inaugura y, según IRE, será para reconocer a “periodistas que hayan mostrado una valentía extraordinaria para mantenerse firmes a pesar de las intimidaciones y los esfuerzos de suprimir la verdad acerca de asuntos de interés público”.

La medalla lleva el nombre del reportero de investigación del Arizona Republic, asesinado con un carro bomba en 197. Miroslava forma parte de esta estirpe de dignos periodistas de investigación que han sido asesinados por exponer la verdad, Don Bolles por investigar la liga entre políticos y el crimen organizado, Miroslava Breach por exponer la liga entre políticos y narcotraficantes.

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